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Ronaldinho, rey breve

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Fotografía: Cordon Press.

Fotografía: Cordon Press.

Hay goles extraordinarios y goles imposibles; cuánticos, que no existen. Sacar un tanto de una chistera hueca. La diferencia es notable. Un gol extraordinario requiere una ejecución excelente, un fogonazo de genialidad, pero un gol imposible precisa verdadera alquimia, convertir el agua en vino. Un gol extraordinario es Zidane en Glasgow, por ir a los clásicos. Uno imposible es Ibrahimovic en la Eurocopa de 2004, contra Italia, de espuela en un córner con un escorzo inverosímil.

De Ronaldinho Gaúcho (Porto Alegre, 1980) se recuerda sobre todo su polvo de estrellas. No es para menos. Pero igual de importante es decir que durante algunos años compitió al más alto nivel capitaneando el ascenso de un Barcelona ayuno de líderes y en depresión evidente. De todo ese legado excelente, trofeos incluidos, queda además una propina de destellos improbables.

Es el partido de vuelta de los octavos de final de la Champions League y el Barça de Rijkaard visitaba al temible Chelsea de Mourinho. El contraataque del equipo londinense está triturando a los culés. Tres goles en dieciocho minutos y el césped de Stamford Bridge está cubierto de sangre como la ribera del Somme. Sobre estas ascuas, una mano de Paulo Ferreira dentro del área permite que Ronaldinho acorte distancias de penalti. Hace falta un gol más (en la idea fue 2-1 para el Barça) y sucede algo absurdo.

Oleguer gana por poco un balón dividido y da un pelotazo hacia delante. La defensa del Chelsea despeja de cabeza, Iniesta recoge el balón en el balcón del área y se lo cede a Ronaldinho. El brasileño se lo queda y no da ni un paso. La pelota no se mueve ni un centímetro. Ronnie duda y empieza a bailar. Hace varios amagos con la cadera. Con las piernas. Le cercan tres jugadores a apenas centímetros, Lampard por detrás, Terry por un lado y Carvalho por delante. Está encerrado, pero no le meten la pierna. Están hipnotizados. Ronaldinho despacha la situación con pragmatismo. De entre todos los bultos azules saca un disparo con sencillez, directo a puerta, pegado al palo izquierdo de Cech. Es un golpeo de precisión, franco como una réplica. El portero checo hace la estatua. El balón entra limpiamente contra las redes negras. Hay un eco de incredulidad en Londres producto del avistamiento de un cometa. Una estrella cegadora. Pero fugaz.

Estados de ánimo

Mi madre jamás se ha interesado por el fútbol (ni por el deporte en general), pero le gustaba Ronaldinho. Le gustaba porque se reía. Era obvio que se reía. Era evidente que se llevaba la vida sonriendo y que tenía además una boca donde era imposible disimularlo. Por eso Ronaldinho llamaba la atención de mi madre. Ella era, inesperadamente, franco reflejo de lo que el jugador provocaba en la gente. El agua que mueve el molino y luego el fútbol y todo lo demás.

Así que la revolución de Ronaldinho fue triple. Primero la anímica, encender la luz en un Can Barça completamente a oscuras tras la nefasta era Gaspart; tres años sin títulos entre otras lindezas. Segundo la competitiva, lo cual puede resumirse, sencillamente, en la vuelta a la élite del equipo culé. Y tercero la estilística, un virus de auténtica creatividad y ocurrencia dentro de los mimbres de la escuela holandesa (4-3-3 con laterales largos y tres estiletes arriba). Ver jugar a Ronaldinho implicaba una sensación constante y maravillosa, tan valiosa para cualquier espectador: «¿Qué va a hacer ahora?»

En cuanto a estas revoluciones, Laporta ganó las elecciones prometiendo a Beckham pero trayendo finalmente al jugador brasileño, un prometedor mediapunta de pelo largo con apenas veinticinco goles en sus dos primeras temporadas en Europa. Todavía no era una figura más allá de su portentoso gol de falta ante Inglaterra en el Mundial de Corea y Japón 2002. «Beckham puede ser el Cruyff del 73, su llegada puede provocar un impacto similar al de Johan y puede convertirse en el líder que nos traiga éxitos para el equipo», declaraba, ufano, el candidato Laporta. Pero la estrella inglesa no vino, entre otras cosas, porque el Madrid estaba de por medio y porque el Barcelona solo podía ofrecer jugar la Copa de la UEFA de cara a aquella temporada 2003/2004. Una vez disipado el farol, ganados los comicios, Laporta tuvo que bajar a la realidad y trabajar en algún reemplazo de cierto impacto. Así llegó él.

Sin embargo, la promesa de Ronaldinho era intensa. Contagiosa. Era risueño y simpático, pero sobre todo, era capaz de hacer cosas. Y de transmitirlas. Y de que marcaran diferencias. No tenía purpurina ni a una mujer picante, pero se parecía bastante a alguien en quien un niño querría fijarse. Un buen póster en la pared. Se supone que el Manchester United dificultó el fichaje pero la artillería del vicepresidente Rosell (con grandes relaciones en Brasil y con la firma deportiva del jugador, Nike) decantó la balanza.

Tal era, por entonces, la necesidad del club y su entorno de nuevos impulsos, que cuentan los protagonistas que hasta la política se metió de por medio, un engorro frecuente en el Barça. El molt honorable president Pujol telefoneó para señalar a los dirigentes del club la necesidad de conseguir la contratación de Ronaldinho. «Cataluña necesita reírse», debió diagnosticar el president saliente, en el crepúsculo de su vida política, acaso como último servicio al petit país. Lo que no podían saber todavía es que Ronnie era bastante más que eso.

Puñal zurdo

Es sabido que Ronaldinho se presentó ante la parroquia blaugrana de manera estrambótica, como lo hacen las mejores amistades: de madrugada y de sopetón. Ante el Sevilla, en aquel mítico «partido del gazpacho», como lo bautizó el diario ABC, por los ágapes y parafernalias temáticas que organizaba la nueva junta antes de los partidos, Dinho derribó la puerta de una patada con un golazo lejano y ruidoso, exactamente a la una y veinte minutos de la madrugada. El balón entró con violencia chocando antes con el larguero.

Ese partido no fue retransmitido por televisión, por lo que fue placer privado de los más de ochenta mil espectadores que trasnocharon aquel día en Barcelona. A tales horas, además, la experiencia es más vívida y memorable, aunque se trate de un partido ramplón que solo acaba empate a uno y que, en contra del recuerdo dulce, los culés ni siquiera ganaron. Pero sucedió ese gol de Ronaldinho. Su bautismo bajo la luna aquella noche prometedora.

También es sabido, no obstante, que ese Barça 03/04 no funcionó hasta enero, cuando el equipo realizó una fulgurante remontada escalando desde el puesto decimosegundo en la jornada 18 («Otro naufragio, goleada humillante», como tituló Mundo Deportivo tras la derrota de los culés 3-0 en El Sardinero) hasta el subcampeonato final, lo que les permitió volver a la máxima competición continental. En esos meses se fraguó el Barça campeón de Rijkaard, y ahí comenzó la eclosión del astro, refrescante novedad en la liga y con diferencia lo más replicado aquel curso (año de los galácticos estrellados de Queiroz) por programas, telediarios y zappings. El highlight más cotizado. Pero el jugador producía más allá de su repertorio y su vértigo. Era sólido y determinante. Había crecido, y esta explosión no era ajena a la táctica

«Tras ver que la mediapunta era para él un incordio lleno de piernas, Frank [Rijkaard] tiraba al brasileño a la izquierda. Orientado hacia dentro, siempre de cara, el golpeo del ex de Gremio salía a relucir», como afirma David León en Ecos del Balón. Desde allí Ronaldinho ejercía una función algo parecida a la que realiza Leo Messi desde el medio: distribuir y asistir, desbordar, también disparar. Pero la obra no fue completa hasta la temporada siguiente, como también explica León: «Para ello llegaron Eto’o y especialmente Giuly. El francés, un limitadísimo futbolista, escenificaba como nadie el concepto de chincheta. Siempre abierto, siempre dispuesto a la ruptura, Ronaldinho sabía que ante cualquier problema, no tenía más que levantar la cabeza (o no) y ponérsela al pequeño Ludovic». Con Deco puenteando el tráfico desde el mediocampo y Belletti empujando desde el lateral derecho, ya estaban todos.

Ronaldinho comandó desde el balcón zurdo a un equipo afilado y voraz, de una intensidad competitiva representada por un Samuel Eto’o que nunca tenía suficiente, verdadera turbina del equipo. Su combustible, seis años sin títulos, era puro queroseno. Era un conjunto ofensivo y un conjunto eficaz, cualidades aún algo incompatibles en algunos libros de ortodoxia. El resultado fueron dos ligas y una Champions memorable en París, con el inestimable servicio del sexto hombre Henrik Larsson. Pero el metal no explica del todo el cesto. El equipo era algo más. La gente quería a este Barça que inventaba y ganaba. Otra vez un Barcelona a la altura de Cruyff, el pope blaugrana, pero además con el relato feliz de Ronaldinho como padre espiritual de la obra. Él era la clave de bóveda. La viga maestra. Cuando se agrietó, las luces volvieron a apagarse.

Abdicación

La decadencia de Ronaldinho es una de las historias más intrigantes del fútbol reciente. Podrá decirse que no tiene demasiado misterio, que los pecados no entrañan gran acertijo, pero el crepúsculo de los dioses merece el esfuerzo de rascar más allá de la cáscara. No es que el ídolo brasileño se bajara de la peana porque quiso, pero llegado el momento, Fifa World Player y Balón de Oro incluidos, Ronnie perdió el apetito, o al menos perdió la capacidad para transformarlo en fuerza de voluntad.

Ramón Besa, periodista de El País, hace un brillante análisis en el Informe Robinson que Canal+ dedicó al declive del jugador: «Cuando Ronaldinho consigue ser el mejor jugador del mundo, creo que se libera de todos los traumas que le han motivado a ser el mejor. La muerte de su padre (…), la lesión de su hermano (…) Que una familia humilde pueda vivir acomodada. Y de golpe y porrazo, cuando ha hecho todo eso, él espera que lo lleven en volandas, pero la gente le sigue exigiendo que marque diferencias. Y él ya no puede, porque se ha dado un respiro (…) Jugaba a la velocidad de la luz y pasa a jugar a cámara lenta. ¿Por qué? Administra sus recursos». Hallazgo genial de Besa: Ronaldinho no es cigarra sino hormiga (reina) que ya no quiere trabajar más.

Además, hay un factor en el que probablemente no se ha incidido lo suficiente cuando se habla del asunto; un actor muy concreto de la historia, aunque de papel presuntamente de reparto: Henk ten Cate.

El que fuera segundo entrenador del Barça desde 2003 hasta 2006 (lo sustituyó Johan Neesken) demostró ser, si no es oportunista decirlo, una pieza fundamental en las dinámicas de aquel vestuario. Más allá de su valía profesional, funcionaba como el necesario contrapeso a un Frank Rijkaard de métodos permisivos. Poli bueno y poli malo, Frank y ten Cate comandaron la ambiciosa nave culé hasta los títulos, y la marcha del segundo a entrenar al Ajax de Amsterdam coincidió con la deriva indolente del equipo culé. Que ya nunca se enderezaría.

En 2007, cuando era técnico asistente en el Chelsea, ten Cate realizó unas declaraciones a Cristina Cubero de Mundo Deportivo que son un verdadero cartel de neón: «Cuando Ronnie jugaba un mal partido o veía que había bajado su ritmo, le decía de entrenar por las tardes y siempre estaba ahí, puntual. Había días que ya me lo pedía él. Entrenábamos duro, durísimo, y claro que sudaba, pero lo más importante es que se esforzaba para estar físicamente a la altura de su fútbol espectacular. Trabajábamos y hablábamos muchísimo de nuestras respectivas madres, que se parecen mucho, son ambas mujeres luchadoras. Me tenía como amigo pero fui durísimo con él, cuando era necesario era muy duro, yo no podía permitir que el mejor jugador del mundo no trabajase como el mejor del mundo. Ronaldinho tiene un don y no puede desperdiciarlo».

La atrofia del astro brasileño fue implacable y evidente porque su juego no se podía desplegar sin plenos recursos. Sin chispa no había Ronaldinho. Desborde, dribling, definición, pase al espacio… si todo se hacía medio segundo más tarde, ya no existía él, o al menos la versión que embrujaba partidos y ejercía dominación mundial. Sus números no experimentaron gran mengua el primer año (siguió en el entorno de los veinticinco goles y las quince asistencias), pero el vértigo empezaba a ser nostalgia en el Camp Nou.

El panorama del último Barça de Rijkaard es bien recordado. La temporada 2007-2008 (la del pasillo al Madrid) fue claramente bajista, aunque el equipo consiguió llegar a semifinales de Champions y quedó apeado por poco de la final ante el Manchester United. En cuanto a Ronnie, sus ausencias de los entrenamientos se multiplicaron. La rumorología sobre su sobrepeso o su vida licenciosa se disparó. Para más inri, las lesiones (y todo lo anterior) hundieron su cifra de partidos totales hasta los veintiséis, su mínimo histórico con diferencia, y su temporada se dio por finalizada en marzo con sus peores registros individuales (nueve goles y nueve asistencias). Su último tanto fue una chilena genial ante el Atlético en el Calderón. El resto de goles que marcó en esa Liga (siete), salvo uno, fueron desde el plácido balón parado, ya fuera de falta o de penalti. En algunos de ellos algo llama poderosamente la atención: no se ríe.

Ante Michael Robinson, ya en 2009 y en el Inter de Milán, Samuel Eto’o habló de Rijkaard y aquel vestuario: «Llegó un momento en el que el equipo necesitaba un entrenador que nos castigara. Pero de lo mucho que nos quería Frank, él no nos podía castigar. Le dolía. Yo creo que nosotros, los jugadores, abusamos demasiado de su confianza». A la herrumbre de aquel grupo sin libido se sumó la voladura incontrolada de la guerra Laporta-Rosell, que empezaba a apilar sus primeros cadáveres a la vista de todo el mundo.

Rijkaard tenía con Ronaldinho una relación llena de mimos y conversaciones que, seguramente, nunca era demasiado severa. Llegó un punto en que el Barcelona de Frank fue durante meses la intentona constante de recuperar al futbolista para la causa, pero el técnico no supo encontrar la tecla (o no fue capaz de pulsarla) para que el mejor del mundo volviera a la senda de sacrificio que exige la corona. Sencillamente, Ronaldinho ya no quería, y cuando dejas de querer por un tiempo, llega un momento en el que también dejas de poder. «Hay un gran riesgo cuando un jugador lo ha ganado todo», sentencia Txiki Begiristain. «Entonces es cuando hay que estar atentos».

El resto es historia. Pep Guardiola purgó el Barcelona en 2008 y la carrera del jugador continuó en el Milan. Un refugio de élite plagado de veteranos como Inzaghi o Seedorf donde ya nadie (ni siquiera Berlusconi) le exigía marcar diferencias cada tarde. Luego se marchó a Brasil (Flamengo, Atlético Mineiro) y actualmente agota su carrera en México (Querétaro), entre rumores de retirada que el jugador despeja con cierta inocencia de perdurabilidad. La evidencia duele: Ronaldinho se retiró de la élite con apenas veintiocho años. Renunció a ella. Se bajó del tren en marcha de su exigencia atroz.

Volviendo al principio, hace ya más de una década, aquel gol imposible ante el Chelsea no sirvió para nada, porque el Barcelona fue finalmente eliminado con un gol de cabeza de Terry (4-2 en el partido y 5-4 en el total de la eliminatoria). Pero resultó una aparición deslumbrante y una premonición de prosperidad. Hasta que se fundió la bombilla, mereció la pena. El Barcelona tuvo entre las manos la supernova más brillante en quince años de historia. Un jugador de época que solo quiso ser de legislatura y que jugaba para divertirse y complacer. Cuando ya no fue capaz de hacer felices a los demás, se apagó con la impotencia de un caño que no sale, un penalti que no entra, un pase que se niega a llegar.

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